José Luis Gavilanes Laso
El posicionamiento de distintas asociaciones, muy concretamente la de Amigos del Patrimonio Cultural de León Promonumenta, sobre el controvertido asunto de la Plaza del Grano, y algunos criticas derivadas de la actitud supuestamente autoritaria y parcial de sus delegados (incluso de secuaces satélites del Ayuntamiento) en algo tan relacionado con ese asunto como es la defensa del patrimonio, me ha llevado a reflexionar sobre el papel que juega en ellas la hipótesis democrática. A menor escala, de modo menos complejo y “mutatis mutandis”, las asociaciones funcionan en un régimen democrático entre dirigentes y dirigidos análogamente al que existe entre gobernantes y gobernados de un Estado.
Aunque pueda parecer indecente o sacrílego afirmar que la hipótesis democrática está basada en ficciones, al menos me lo parece, tanto para un Estado como para una simple asociación, sea cultural, política, recreativa o de amigos de lo que sea. Por ejemplo, la idea de que una asociación (versus el “pueblo”) sea una comunidad de pensamientos, de sentimientos y de voluntades, más parece una ficción que otra cosa, pero tan comúnmente aceptada como que no hay dos sin tres ni causa sin efecto. De hecho, Promonumenta es efectivamente una comunidad de intenciones integrada por 516 socios, pero sólo en cuanto que todos ellos están sujetos y obligados por un mismo orden, sus estatutos. Y ficción parece el principio de representación al presuponer la temeridad de que en lugar de la asociación u órgano representado (que no pude hablar) se coloca una junta directiva o representación indirecta (versus “parlamento”, que habla en su nombre).
La hipótesis o teoría democrática atribuye al pueblo, como a la asociación, una “voluntad general”. Pero la “voluntad general” no se puede expresar en un voto directo, de modo que es necesario que quien la exprese sea un número de personas más pequeño que el de los electores. La voluntad de éstos se considera idéntica a la “voluntad general”. Para tener la posibilidad de expresarse los socios deberán, pues, transferir su soberanía a estas personas. En otras palabras, la asociación tiene su voluntad pero, no pudiendo expresarla directamente, la transfiere a otros pocos, sus representantes, delegados o junta directiva. ¿Es posible que la asociación en sí transmita a otros su soberanía? ¿Y de qué modo? Se abre así uno de los enigmas no resueltos de la hipótesis democrática, sea aplicable al Estado o a la asociación. La soberanía consiste esencialmente en el concepto abstracto de una “voluntad general” que de suyo no puede ser representada personalmente. Asume que cada individuo tiene una voluntad propia pero que existe una voluntad que los unifica a todos, como una suerte de Espíritu Santo laico que está por encima de las voluntades individuales. Pero ¿qué es eso de la “voluntad general”, visto que cada hombre tiene su voluntad individual y que una voluntad colectiva sólo puede darse cuando hay (si la hay) unanimidad absoluta y eso, por ejemplo, entre 516 es imposible?
El propósito ideal es una soberanía asociativa, esto es, de asociar a los asociados con la acción de sus representantes o junta directiva. Pero, ¿de qué forma se manifiesta esa asociación de los dirigidos con la acción de los dirigentes? ¿Consultarlos a todos continuamente sobre cualquier asunto? ¿En el caso de la Plaza de Grano, como en la hipótesis de la peatonalización o no de la calle Ordoño II, o para cualquier viaje cultural, o para cada una de las hacenderas que realiza, etc., etc.? Si así fuese la asociación se reduciría a perenne convocatoria asamblearia, con lo cual muchos de los socios dejarían de serlo y la asociación desaparecería. Puesto que, entonces, los socios no pueden estar en estado de asamblea permanente para ocuparse de los asuntos públicos, o lo que es lo mismo, dirigir de modo directo, se ven obligados a designar un grupo de personas que dirijan en su nombre, es decir que los representen. La representación es la pasarela fundamental sobre el sendero de la democracia y también la que está más erizada de peligros. En el instante en el que la asociación se dota de representantes, ocurre como con el pueblo, ya no es libre, deja de existir. El socio cede su soberanía a personas que después de ser elegidas pueden hacer literalmente lo que les venga en gana ¿Y entonces? ¿Cómo se puede creer que los elegidos como sus representantes piensan igual que quienes les han elegido? Una vez elegido, el directivo representa no a las específicas personas que le han votado, sino a la asociación entera, por cuyos intereses debe velar. Esta sencilla síntesis muestra que el principio de la representación es una de las ficciones más temerarias y tortuosas de la hipótesis democrática. Una “crasa ficción” porque el elegido por votación expresa no su voluntad, sino la de la asociación, esto es, se “transustancia” en algo completamente diferente y consigue hablar con la voz de otro.
Este principio hace que entren en escena dos nuevos factores cruciales: un actor y una función. El actor es un grupo de personas, la junta directiva, que sí son parte de la asociación, pero una “parte especial”. De hecho la asociación le transfiere su propia soberanía en base a una máxima como ésta: «Hazlo tú en mi lugar, lo que hagas será como si lo hubiese hecho yo». Pero, vista desde otro ángulo, la transferencia de soberanía no sólo es la transferencia de una voluntad, es la “atribución” de poderes y de poder, como suele ser preceptivo en los estatutos de las asociaciones (por lo menos en la de Promonumenta, que conozco bien por ser miembro de la misma, según el apartado 1 del artículo 11 de sus estatutos). Los elegidos, una vez instalados, toman el mando de los diversos niveles previstos (presidente, vicepresidente, secretario, tesorero y vocales). Al aceptar el principio de representación, uno se somete, por tanto a hacer una “enorme inversión de fe” en personas que pueden sernos desconocidas o no conocidas suficientemente o no ciertamente las más capacitadas para dirigir, y que acaban por constituir una espesa membrana intermedia entre la asociación y la actividad de gobierno.
El instrumento mínimo fundamental en el que se basa la democracia es el voto por el que se manifiestan la libertad y soberanía de los socios. Sin embargo, lo del voto, visto también con implacable rigor democrático, no deja de ser un “acto fatal”. Ya Rousseau advertía en 1762 que quien cree en la libertad del elector estaba en un error: «El pueblo inglés, que cree ser libre, se equivoca rotundamente. Lo es sólo en la elección de los miembros del parlamento. Apenas estos son elegidos, es ya esclavo, no cuenta para nada». (“El contrato social”, III). Parece como si no hubiesen pasado dos siglos y medio. El único modo de rebelarse por desconfianza o por las posibles arbitrariedades o desviaciones de los dirigentes es la moción de censura, que suele ser preceptiva en los estatutos de las asociaciones. A la idea de representación nos rendimos, por tanto, por motivos de utilidad práctica. Como una solución impuesta por la “división de trabajo”.
Y para finalizar, es preciso, incluso necesario, aceptar que existe confianza, que los representantes se identifican con los representados y que las decisiones tomadas por los primeros son las mismas que los segundos expresarían si pudieran. La hipótesis democrática comporta, en efecto, “una relación de identificación recíproca” entre los socios y su junta directiva. Como ya he advertido más arriba, este paso implica una suerte de misteriosa transustanciación, un hecho que no es fácil de admitir. La hipótesis de un sistema perfecto de regulación de la vida asociativa que dé satisfacción a todos y cada uno de los asociados está por descubrir, tal vez porque es imposible. Por eso se suele decir que la hipótesis democrática, aunque denote “una crasa ficción”, es la menos mala de los sistemas de gobierno o dirección por el que se rigen los pueblos y las asociaciones.